«El antropólogo camina por el Amazonas junto a los Shuar de Ecuador en búsqueda de los espíritus de la cascada, o está sentado junto a un vaso de cerveza en la casa de microtraficantes en Quinta Normal. Esta son imágenes usuales del modo de adquirir conocimientos sobre la vida de las personas en antropología. Ciertamente tratan con la gente face to face, y por tanto saben de primera mano lo que le ocurre a ellos y su entorno. Por esto las biografías antropológicas como Nanook el esquimal, Ishi el último Yahi o Nisa una mujer Kung! inspiran asombro, respeto y admiración. Todas estas tratan con cultura, aquello relativo a lo que creemos y hacemos y que nos hace distintos a otros grupos humanos. Como los crisantemos y espadas de los japoneses en la mano de Ruth Benedict, las matanzas de cerdos en Nueva Guinea bajo la lupa de Roy Rappaport, los juegos de palabras Berebere en las páginas de Clifford Geertz o la experiencia de Anna Tsing en Indonesia, con la intimidad de los habitantes humanos y no humanos del bosque depredado por las transnacionales.
Más allá del valor de nuestras obsesiones antropológicas por examinar o comprender prácticas culturales, sea que estas traten con los migrantes en las grandes ciudades o la metafísica de los cuerpos de aquellos que ingieren ñame, el problema sustantivo (porque es algo contemporáneo) es que todos en mayor o menor medida vivimos y padecemos el mismo mundo. Las calles multiculturales de Los Ángeles en el primer Blade Runner dejaron de ser futuristas, probablemente a pocos días después del estreno del film. El enredo entre personas y cosas es de tal magnitud que nos ha vuelto habitantes de un centro comercial global, que ahora llamamos network y encarna unas funestas asimetrías sociales de algo que no podríamos llamar una aldea global. Puedo oír al lector profiriendo la frase “todo es culpa de la economía neoliberal”. En especial a quienes creen que basta con identificar la causa de algo para que entonces se resuelvan los problemas. Debo decir que este es un método científico anticuado y en la historia política la solución tiene puros malos ejemplos. Me resulta ridículo y cómodo echarle la culpa al sistema, porque a estas alturas es un código de barras oculto bajo nuestras uñas. Y puedo decir que esto no fue el resultado de una secreta conspiración imperialista. “Cooperaste” es el sarcasmo que en Chile usamos para quienes actúan sin saberlo como colaboradores en actos de reprochables consecuencias (y peor aún cuando se quejan o se molestan por las mismas). Imagino que al reconocer sinceramente la falta, nadie quemaría su smartphone, sus tarjetas de casas comerciales o renunciaría a una suscripción de Netflix. El hecho crudo es que vivimos en un planeta no muy diferente a Matrix, pues nacemos para dar flujo vital a un mercado gobernado por nodos financieros que no podemos precisar, aunque como algunos antropólogos han observado, lo alimentamos de acuerdo a nuestra tradición cultural de origen y lo experimentamos en maneras diversas de incomodidad.»
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